Hada solo tenía 15 años, y era la sobrina de su novia.
Estaba cometiendo un delito que se transformaba poco a poco en un deleite para su vista al ver su cuerpo pálido y rosado, deleite para sus oidos al sentir el ruido de la seda cayendo por el suelo.
Deleite para sus manos al tocar los senos de Hada, como quien toca la masa aun sin hornear.
Hada era pícara y a pesar de ser 8 años más pequeña, le doblaba en picaresca aunque no en práctica.
Carlos la trataba con sumo cuidado, a lo que ella respondía con salvajes mordiscos en el cuello.
Estaban haciendo algo prohibido, pero sentían tantas ganas el uno por el otro, que lo prohibido se convertía en obligación.
En algo que si no se hacía, sería como insultar a los sentimientos.
Carlos era una de esas personas que son perfectas y tienen necesidad de diversión, de algún aliciente que derivara en alegría, en locura.
Y eso se lo daba Hada, solo ella, únicamente ella, simplemente ella.
Se comían en la cama, y se abrazaban llorando, como cuando alcanzas algo ansiado, como cuando llegas a la meta.
Temblaban de amor, de locura, de miedo.
Hada carecía de remordimientos, era una de esas personas egoístas, pero ese tipo de egoístas que todo el mundo envidia por que hacen lo que quieren y quieren lo que hacen.
Pero necesitaba algo cuerdo en su vida, alguien que le parara los pies y la sentara en un banco en el parque y le diera granizada de fresa. Y ese era Carlos.
Eran las 12 y el peligro se acercaba, pero se quedaron abrazados. Supongo que a buen entendedor... .
Amor con sabor a locura y a fresa con menta.